
San Cristóbal, 36. Mañana fría de invierno, mañana de patio y matanza. Tres jaulas y dos jilgueros. Un cubo de lata junto al pozo. Agavilladas, retamas secas. La vieja máquina de picar, las artesas… todo al aguardo. Y, más allá, al otro lado de la puerta falsa, la niebla sobre las majadas. El cochino, la encina y los primeros rayos del sol… Madre canta bajito. Ya huele a café de puchero en la cocina. Ya las luces tenues del alba asoman por el postigo. Sobre la lumbre, la trébede y sobre la trébede, en una enorme sartén, los ajos bailotean. Y allá donde la luz no alcanza, la abuela empapa migas por última vez.
Va llegando la gente matancera. Ya es de día, ya están aquí el alboroto y el aguardiente, las risas y el vino caliente de tía Carola. Alguien, a lo suyo, afila los hierros en un rincón del patio; al cinto, el gancho. Los zagalones van a por agua a la fuente, los hombres a por el cochino. Recela el animal en su zahurda, le van apretando; el más decidido le agarra del rabo y en un santiamén todos caen sobre él. No se rinde. Gruñe. Chilla. Alguien, por fin, le traba las patas. Sigue chillando, antes y después de que, entre todos, lo levanten sobre el tajo. Casi dieciocho arrobas…
La matanza, el rito. El puerco en el tajo. El matanchín que le palpa la muerte. El cuchillo que le abre las carnes. Chilla el guarro mientras la sangre, camino de ser morcilla, mana generosa por la herida. ¡Que gire la sangre en el lebrillo al son de un cucharón de palo, que no cuaje la sangre derramada del animal exangüe, que, con sangre, cebolla y lo que se tercie, lustres y mondongas! Ya arden las retamas, todo lo ocupa el olor acre a piel quemada…
El prometido de la niña es la primera vez que entra en casa. Todos le miden las mañas: que si es flojo, que si no lo es… que si vete, que si vuelve… Padre le ofrece tabaco de su petaca de cuero. Están prometidos para verano, para después de la trilla. Ya están bordadas las sábanas.
Cada cual a lo suyo. Los hombres, orgullosos, despiezan. Las mujeres, diligentes, lavan las tripas con vinagre y sal. Los niños y los gatos enredan. El perro, al que por mastín llaman noble, ladra. Sobre las brasas, las moragas… La máquina de picar tritura el despiece; cae la carne picada sobre la artesa. Se santiguan las guisanderas con los dedos aún empapados en sangre. Algunas rezan como de niñas rezaban. Sal, ajo, pimentón… y, para el adobo, la gracia de sus manos. Sobre la trébede, ahora el caldero donde mansamente cuecen las morcillas. Leña de encina. Otra vez la encina entre nosotros. Hígados, riñones, corazón… entrañas. Sopina de asadura. Metralla de olores en tropel… El vino y los cuarterones de tabaco van de mano en mano entre chanzas y picardías. Los hay que cantan y hasta los hay que bailan. Van y vienen los gatos a sus anchas.
Las mujeres embuchan chorizos, salchichones y morcones, mientras los hombres trajinan jamones. Pronto la sal, el frío y el humo obrarán el milagro de su curación. Ya cuelgan de los varales tocinos y papadas. En una olla, la manteca que mañana será merienda entre pan y azúcar. Velas, jabones, una zambomba, y con los chicharrones, tortas. Todo tiene su apaño. Cae el sol. Cansados. Aún vivos. A lo lejos palpita, alunada, la dehesa.
Se murió el cochino, se murieron los que lo mataron. De aquellas sábanas bordadas no queda nada. De aquellos novios, solo las mondas. Hace años que se vinieron abajo los muros de casa. Y, sin embargo, por San Antón, a las claras del alba, hay quien oye cantar bajito.
Una obra maestra. Un artículo para recortar. Un viaje en el tiempo. Un lenguaje que salva nombres de instrumentos. Unas historias de vida. Una faena taurina memorable y gracias al párrafo final, estocada de muerte limpia, no solo se le concede al diestro las dos orejas y el rabo si no que indultamos al toro … después de muerto.
Gracias, Jaime! Me alegra compartir contigo tan entrañables recuerdos!
Derroche de talento y sensibilidad. Un artículo que zarandea la memoria de los que tenemos una edad. Sencillamente brillante.
Gracias, Antonio!!
La matanza por suerte la he vivido con mi abuelos,con mis padres y hermanos,con mis hijos durante más de 50 años y siempre era una gran fiesta
Enhorabuena Fernando, precioso relato que me ha retrotaido a aquella preciosa época de infancia de hace más de 60 años.Magistral descripción de una matanza y su entorno..
Gracias!
Sobresaliente artículo, ajustado y con una prosa sencilla clara transparente altiva y con palabras viejas que nos trae recuerdos de otro tiempo sino mejor diferente…
Mi aplauso emocionado y sincero maestro Don Fernando
Gracias, Plácido!
Así sea!
Entrañable relato de un acto al que cada año acudimos manteniendo la tradición secular de un ritual en el que tal y como describes se dan cita familia y amigos para disfrutar de un sacrificio que será base de la despensa en los meses venideros. Yo he tenido la inmensa fortuna de pertenecer a una familia que lleva más de 60 años seguidos ofreciendo este espectáculo y del que he participado en 35. Reconozco en tú prosaica descripción cada momento de esta fiesta de los sentidos que espero podamos mantener durante muchos más Gracias Fernando por hacernos recordar estos momentos.
Un relato claro, conciso, preciso y detallado de la matanza. Como se ha hecho durante muchísimos años y que me lleva a los años de mi niñez. Nos reuníamos con mis tíos y pasábamos dos o tres dias de fiesta y trabajo, tanto para mayores y pequeños había faena y sino sabíamos hacer nada, pues no faltaban recados (ibm).
Ayer rememoré el otro ayer. El lejano. Cuando sacar grillos con una pája era la maravillosa aventura de poner conciertos gratuitos en la ventana. En casa hacíamos matanza. Tal cual la tradición mandaba. Sin palabras se sabía lo que era menester. La vida más urbana, los estudios, los viajes me robaron la costumbre, pero no los recuerdos. ¡¡¡ San Anton !!! Con su guarrino a los pies. Qué arrebatos me surgen, valbuena Arbaiza, entre lo místico y lo costumbrista. Dicen que los olores no se borran de esos registros inmensos donde el archivo del calendario viejo se encuaderna. Y, con esas palabras, Fernando, resucitaba la retama ardiendo, el aguardiente y la espera. Porque a los niños nos regalaban los rabos y así, por intuición traída desde el neolítico, aprendimos a convertir a la naturaleza que gruñe en manjar. El jaleo se hizo carne. Bendita. Premio y regocijo.
Los nombres de mi abuelo y de mi padre, Feliciano y Manolo, han vuelto conmigo, como en aquellas madrugadas tan esperadas. Por ti, Fernando, se ha proyectado todo aquello en esa pantalla del ancestral cinematógrafo alimentado con el palpito, de nuevo he vivido otro día de matanza. Con mi felicitación y abrazo, Feliciano
Gracias, Feliciano… Y sí, es verdad, los rabos eran para los niños.