Les recomiendo vivamente la escucha de La Corrobra, un programa de Canal Extremadura Radio. Creo que se emite cada martes a las nueve de la noche. Digo creo porque yo tropecé con él no en vivo, sino en podcast. Y tan contento. Tengo algunos programas entre mis favoritos y, entre ellos, sin duda, La Corrobra.
En La Corrobra hablan extremeñu, eso que antes llamábamos castúo por herencia de Chamizo. Hablan, con mérito, lo que se va pudiendo. Ellos mismos se anuncian como ondi Canal Estremaúra Arradiu palra estremeñu. Locuta, también con mérito, Juan Pedro Sánchez Romero, un joven simpático que, aunque no lo fuera, se merecería todas mis simpatías por la galanura con que levanta la bandera.
Oír hablar en extremeñu es dulce a mis oídos. Un dulce arrullo como venido de dentro, como alzado de entre los surcos que el arado abre en la tierra. Algo así como si la misma brisa de ayer volviera hoy a rozarnos el rostro… lo que tiene, indudablemente, cierta magia. Un arrullo que nace del acento, sin duda, pero que va más allá del acento y más allá de lo campero. ¿Qué es exactamente el extremeñu? ¿Una lengua? ¿Un dialecto? ¿Un habla de tránsito? Como no soy filólogo no diré si blanco o si negro; tampoco me importa en exceso. El extremeñu es, y así está reconocido por la ONU y por la UNESCO, una variedad lingüística del astur-leonés. Reconocimiento que contrasta con el menosprecio al que tendemos los extremeños. Durante mucho tiempo se ha despreciado a quienes lo parraban. Y lo que aún es más triste, aún hoy se les desprecia. Les contaré algo…
Mi madre, una de ocho hermanos, pasó sus primeros años con sus abuelos en el caserío de arriba, así que solo hablaba vascuence, vizcaíno para no faltar a la verdad. Al bajar al pueblo las vecinas se lo afeaban a su madre, mi abuela. El vascuence se consideraba mácula propia de gentes sin estudios, de condenados a la oscuridad de la incultura. Así pensaban los vascos, al menos los más de ellos, en tiempos de la II República. Luego vino el milagro del euskera batúa, un idioma de laboratorio, que sustituyó las distintas variantes dialectales del vascuence y permitió su enseñanza en las escuelas.
Dicho lo cual diré también que nosotros -y me incluyo con su permiso entre los extremeños- aún vagamos perdidos por los cerros de Úbeda. Aún despreciamos por ignorante, por viejo y hasta por pobre a quien chamulla en extremeño. Y puede que sean viejos y también pobres, pero no ignorantes. Hablan lo que va quedando de una lengua secular de la que deberíamos estar orgullosos todos, y, sin embargo, lejos de enorgullecernos, les hemos condenado a un bilingüismo vergonzoso por vergonzante. El extremeñu es una lengua agonizante, pero aún viva (de ahí lo urgente y lo importante del boca a boca que cada semana insisten en practicarle en La Corrobra, amén de otras iniciativas igualmente meritorias). El extremeñu es más que un acento, más que un palabrero de localismos y más que cuatro versos a la manera gabrielana. Es verdad que es necesario un desarrollo sintáctico, morfológico y ortográfico para, como en el caso del batúa, sacar el idioma del marasmo y la confusión en que se ahoga. No sé cuál será su destino, pero hoy, gracias a un puñado de enamorados, puede que el extremeño tenga futuro, algo, que, solo unos pocos años atrás, parecía imposible. De lo que estoy seguro es de que todo esfuerzo en su defensa merece la pena. Y miren que se lo dice uno que cree que el mayor tesoro de España no es tener muchas lenguas, sino, teniéndolas, tener una común a todos; pero lo cortés no quita lo valiente, y tesoros, los dos. Así que no dejen de oír La Corrobra. Y quiera Dios que no desfallezcan en su empeño quienes la hacen posible. ¡Ahilamus palantri!
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