
Vino la noche como si no fuera a irse, como si fuera invierno, sin serlo. Quedaron las encinas en silencio, escondidas las unas detrás de las otras. Una noche sin luna, una noche enlutada, una noche mentirosa… Entre las hojas, de repente, a traición, la tiritona de un mal aire. Y junto a la linde, sin otro afán que parir, una oveja oyéndose el corazón, oliéndole el tufo a muerte. A su suerte. A su mala suerte. En las quimbambas de la noche. Al relente de vivir o morir…
Entre tanto, como por ensalmo, cruza el comboio camino de Portugal y por ninguna de sus veinticuatro janelas asoma la vida… Pasa el trenecito al trote, cansino, entre dulzuras de retama y tomillo. Fantasma, desaparece. De vuelta a la oscuridad, a lo lejos, solo las luces, más intuidas que vistas, del cortijo. No es medianoche y ya duermen sus gentes un sueño de tierra, cal y albero. De vuelta al silencio, al silencio bordado en rumores. Son los espasmos del parto…
De noche, sin parapeto… Vino a parir la oveja en esta noche oscura, sin luna, sin esperanza. En soledad. Vino a parir la hembra a deshora. Envuelta en los ojos inmensos del búho que todo lo saben. Junto al alambre de su cruz, parió un borrego y siguió pariendo. Un borrego como otro cualquiera que a vivir empieza, que empieza a descontarle minutos a la muerte. A su madre se le atragantó el parto. Quiso y no pudo. Venían dos borregos y uno se quedó medio fuera, medio dentro, sin ver, sin ser visto. Sólo el búho. Solo los buitres… Apretado, sin ni siquiera el primer aliento, vino a morir el que no llegó a nacer. Clavado en el vientre de su madre, reventada su madre, muerta también, muerta, partido en dos su corazón por un rayo de dolor certero… Muerta. Crucificada. Los ojos abiertos, como esperando el picotazo diestro del buitre. Y se levantó, como una oración, un viento campanudo sobre sus cadáveres. Y junto a los tres, los buitres…
Amanece en rojo. Canta la alondra mientras vuela. Todo lo que aún vive quiere, cada mañana, cantar que vive. Todo vuelve a proclamar, con o sin nosotros, la luz del nuevo sol. Vivir hasta rabiar. En la charca, los gansos del Nilo. En la majada, el rebaño. En la memoria, la tierra que amo. Hoy te escribo para que sepas que sigo aquí, entre breñas y jarales, entre encinas y alcornoques, que soy, entre estos terrones secos, uno más, solo un terrón seco, el más seco de los terrones que han de destripar las pezuñas de las bestias. Aquí, donde cada palmo de tierra lleva tu nombre y, aun así, a ratos, lo olvido. Aquí, donde amanece mientras un borrego le llora a su madre, mientras le busca la leche a su madre muerta. Yo creo que le llora. Y, junto al borrego, Nerón le da amparo. Nerón es un mastín enorme. Un mastín serio de gesto grave. Nerón, tumbado, con las manos por delante, como si nada de cuanto ocurre le turbara. En calma, mientras le vuelan los pájaros, mientras las encinas, que han vuelto a bailar, peinan la brisa. La cerca de piedra, la linde, el camino… Todo mientras el sol calienta los cadáveres que el mastín vela en majestad…
El pastor, doliente y triste, hijo de mi misma tierra, toma el crotal y, en sus brazos, el borrego. En cuanto se vayan, sin remedio, llegarán las alimañas. En cuanto el mastín levante su guardia, la vida le despachará mil picotazos a la muerte. Y de la madre solo quedarán los huesos y del hijo ni eso. Huesos que, escondidos entre la maleza que bordea la cerca, pronto volverán a ser polvo. Volverá la noche y volverá el día. Volverá a pasar el tren que no para. Y yo diré tu nombre, madre, Extremadura.
Precioso el sentimiento y el escrito