
Entre untar tostadas y untar árbitros va un abismo. Paro. Leo lo que acabo de escribir. Tengo mis dudas. No es un buen comienzo. Tengo hambre. Yo quería hablarles del Barcelona, pero son las seis de la mañana y se me han cruzado las tostadas del desayuno, eso sí, con los tacos por delante… ¡Tarjeta! ¡Guruceta, tarjeta!
Por cierto, aunque parezca que llevan aquí toda la vida, las tarjetas son cosa de antes de ayer. La roja y la blanca, porque la amarilla llegó pasados los años. Tarjeta blanca, made in Spain. Cuentan que los dirigentes de nuestra federación no se desplazaron al mundial de México, allá por 1970, donde por primera vez se utilizaron tarjetas rojas y amarillas, y que, vistas en teles en blanco y negro, el amarillo transmutó a blanco (digo yo que el motivo sería otro, porque así contado, parece un chascarrillo). Las tarjetas, la roja y la blanca, llegaron a principios de los setenta, más o menos coincidiendo con el fichaje de Cruyff por el Barcelona. De eso sí me acuerdo. Eso no hace falta que me lo cuenten. Recuerdo a Johan Cruyff, y al otro Johan, a Johan Neeskens y hasta a Hugo el Cholo Sotil. Después de catorce años de severa abstinencia, el Barcelona volvía a ganar la Liga. Era 1974 y yo me zampaba las Chapelas y los Búlgaros de Cropán por ricos (y por los cromos de Cruyff). A la vuelta del cole, a eso de las seis, si todo soplaba a favor, me caía un bollo (entonces no parecía preocuparnos el aceite de palma, ni conocíamos, al menos yo, qué cosa fuera la bollería industrial). El holandés, en aquellos cromos, enseñaba a chutar, a driblar, a rematar… con palabras cabalísticas. Cromo 31: “En algunas jugadas, a la técnica debe anteponerse la decisión. En este instante, gracias a lanzarme sin miedo, gano la acción al contrario”. ¡Uf! ¡Fantástico! ¡Soberbio testarazo! Ahora, pasado el tiempo, aquel álbum, titulado Cruyff, así juego al fútbol, se me antoja remedo para imberbes de El arte de la guerra de Sun Tzu. Pero por mucho que me gustaran los bollos y por mucho que me extasiara con los cromos, por mucho todo, no me pasé al Barsa (en español con ese). La tierra tiró de mí (me agarró de los dos tobillos y me tragó). Además, tampoco he sido de mucho gritar viva quien gana. Así que no, mi simpatía por aquellos jugadores, de Rifé a Marcial y de Asensi a Rexach, no me impidió seguir militando en lo mío.
Ahora ya no le tengo simpatía al Barcelona. Ahora ya no. Y menos desde que sé que untan la tostada (con aceite de palma). ¡Siete millones por unos supuestos informes verbales sobre el pitón bueno de tal o cuál árbitro! ¡Siete millones siete! Al fútbol lo ha gangrenado el dinero. Se salvan los niños y solo por eso, porque son niños. Siete millones de euros y a los mandamases del fútbol español no se les ocurre sino recordar que el asunto está prescrito… Tiene tela. Tiene tela que el untado enviara un burofax al untador amenazándole con tirar de la manta. ¡Mira que hay que ser tonto! Y sospecho que, además de tonto, prepotente cual cacerolo de testosterona hirviente. Y es que en el fútbol hay mucho machirulo, empezando por Rubiales, terminando por Tebas. Creo que cierta masculinidad mal entendida es el fruto prohibido del árbol del fútbol. Mas no se asusten. El espectáculo -como es debido- continuará. Ni bajará a segunda el Barsa, ni será desposeído de sus títulos, ni ladrará el perrito. A lo sumo le ponen una multa de mil pesetas (que es lo que costaba un balón de reglamento (sic) allá por 1974). Termino, que tengo que desayunar.
Deja una respuesta