
Dimitir es un verbo difícil de conjugar, sobre todo cuando hay que hacerlo en primera persona del singular. Tiene su intríngulis. Y, al mismo tiempo, resulta ser una oportunidad magnífica.
En general, se dimite poco y cuando se dimite, se dimite a palos. A la fuerza ahorcan. Y a la fuerza dimiten los pocos que dimiten. Ese suele ser el pan nuestro de cada día. Aquí, el que más y el que menos, se aferra al cargo cuanto puede. Todo por no perder la mamandurria. Por no perder la mamandurria -cosa cochina- y por no perder esa sensación de levitar que se te mete dentro cuando gozas de cierto poder.
Irene Montero, por ejemplo. Lo tengo escrito, pero me perdonarán que lo repita: tan ayuna de sabiduría como ahíta de soberbia. Esa es Irene Montero. Otra que cree levitar sobre todos nosotros. Esta mujer lleva jugando con fuego mucho tiempo y, hasta hoy, los únicos quemados somos los ciudadanos. En particular, las mujeres, esas a las que vino a salvar y a las que les ha hecho un siete sin aviso ni perdón. En verdad, siete veces siete veces siete. O más. Hay quien dice que más. Se estima, a falta de datos exactos, que más de mil condenados bendicen su nombre. Pero no, no dimite.
O el mismo Pedro Sánchez. Un solo violador en la calle justificaría la caída de cualquier gobierno. Uno solo; van camino de ser cien. Pero no, no dimite. Tampoco dimitió cuando se probó que obtuvo el doctorado con una tesis de corta y pega. Tampoco cuando permitió por motivos políticos aquella manifestación feminista en pandemia. Y si los muertos de aquellos contagios no le empujaron a dimitir ya nada lo hará. Aguantará. Dimitir a tiempo tiene algo que ver con la conciencia, con el íntimo diálogo del hombre consigo mismo, con su propia dignidad. Y este pájaro no las tiene. Ni la una ni la otra. Éste, el de comité de expertos, el que nunca pactaría con los asesinos de Pagazaurtundúa, no tiene ni conciencia ni dignidad. Antes cuelga de un madero a su ministra de justicia que dar él la cara (por muy de hormigón que la tenga).
Tres cuartos de lo que sucede con el resto de la cuadrilla. Tampoco dimitirá Cándido Conde-Pumpido, a pesar de haberse merendado, con descaro y sin sonrojarse, la limpieza de las votaciones en el tribunal que preside. No, no dimitirá. Tampoco José Félix Tezanos, por mucho que retuerza las estadísticas. No, no dimitirá. Tampoco Raquel Sánchez, la ministra de transportes, a pesar de que los trenes no entren en los túneles; mentir antes que dimitir. No, no dimitirá. Tampoco los responsables del desaguisado de Valdecañas. Tampoco el alcalde traidor de Badajoz. No, esos son exactamente como el resto, lapas.
Dimitir es lo contrario de huir hacia adelante. Dimitir, cuando aún eres libre de hacerlo o no, es aprovechar una oportunidad de redención. Es muy difícil llegar a las más altas magistraturas de la nación, se tienen que dar muchas carambolas (no hará falta que les recuerde cómo llegaron a ocuparlas, pongamos por caso, Pedro Sánchez o Irene Montero). Pero aún más difícil es saber cuándo renunciar a ellas. Dimitir a tiempo es un soberano ejercicio de dignidad, de responsabilidad y hasta de sabiduría; algo para lo que no todos están dotados. Todo antes que volver al Saturn. O a destripar cadáveres. O a la nada.
Muy bueno.