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A LA INTEMPERIE

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BARES, LA ÚLTIMA TRINCHERA

04/11/2022 por Fernando Valbuena

Es un bar chiquito. Casi un suspiro. Una barra, barra barrita, de aluminio y poco más. Dos ventanucos; cada uno con su repisa en la que servir a los que se acodan fuera. Dentro, dos mesas altas, nada más; una contra la pared, otra contra uno de los ventanucos; en ninguna de ellas sería posible acomodar a más de dos. Y, sí, una tragaperras. El camarero viste siempre camisa blanca y pantalón negro. Y, allí, dentro de su coraza, le transita la vida. Y una sordera que va a más. Hoy, paella. Un cartelito la mar de limpio. Aquí todo está limpio. La caja también. Es un bar chiquito. Y se está muriendo…

En este mismo periódico he leído que cierra otro bar, el de Valdemorales. El único bar del pueblo. ¡Cierra el único bar del pueblo! Cierra tanto que asusta. Asusta como si se nos levantara el bú, que dicen los andaluces. Un fantasma malo. Cuando, allá por el confinamiento del año veinte, cerraron los bares lo pasamos mal. De no pisar los bares también se muere, como se muere de desamor y de soledad. Quizá la muerte no sea tan aparatosa como la muerte por atropello, pero también deja frío. En España hay casi trescientos mil bares. Un bar por cada ciento setenta y cinco humanos. Se ve que la fórmula agrada. Y hasta engancha. Bares y tabernas, cafeterías y cantinas, mesones y cervecerías… y hasta clubs de alterne (que de todo hay). Más allá de aquellos tres meses infaustos… ¿qué hubiera sido de nosotros sin bares? Sin tascas, sin colmados, sin churrerías… ¿cómo hubieran languidecido nuestros días y aún nuestras noches? En todo esto pienso cuando pienso en lo de Valdemorales. En Valdemorales y en los otros Valdemorales. El bar es la última trinchera. Ya asaltada no queda nada; solo languidecer al aguardo de morir. La España vacía. La España vaciada. Vacía de bares. Vaciada de bares.

He leído también que uno de cada cinco municipios españoles no tiene bar alguno. He pensado que así serán los tales municipios; entre todos ellos no alcanzan a sumar doscientos mil habitantes. Sea como fuere, ahí están los datos. Hay al menos mil quinientos pueblos en España donde no es posible tomar una cerveza ni un café si no es en la soledad de la casa de cada cual. Mil quinientos pueblos a los que habrá que sumar otros muchos rincones abandonados de la geografía patria que no alcanzan el título de municipios (ni la presencia de bar). Lugares desahuciados de vida en común. Desahuciados de hola y adiós. Condenados a fuga. Y es que el día que cierra el último bar, se arrían banderas. Sin bar, sin niños, sin hola, solo adiós. Solo soledad.Solo la paz de los cementerios…

Me gustan los cruasanes prietos y duros. Duros no de ayer. Duros y prietos como muslos duros y prietos. Y untarlos en el café mientras saludo a los desconocidos. ¡Hola y adiós! Cruasanes con pinceladas de caramelo en la piel. Duros y prietos en mi bar chiquito. Dentro, en invierno. Fuera, en verano. A la brisa del ventanuco… mientras, tras la barra de aluminio, un tipo -camisa blanca de mi esperanza- algo sordo, cuelga un cartelito que anuncia: “Hoy callos”. Hola y adiós a una señora que viene de sus quehaceres con el carrito averiado. Al repartidor que para su furgoneta en doble fila y, a la carrera, pide un café con leche para llevar. Al que a las siete de la mañana se ventila dos carajillos del tirón. Al que maldice cuando pide churros y no quedan. Al de la tragaperras. Al que lee el periódico. A la princesa Leonor con cagalera. A una pareja de Totana… Hola y adiós por siempre en los bares. Atrincherados por siempre en los bares. ¡Alabados sean los bares!

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