
Hubo un tiempo en que yo también ocupé plaza en un colegio mayor. Recuerdo aquellos años, cuando aún no había cumplido los veinte, como los mejores. O casi. Es posible, sin embargo, tras olvidar a conveniencia, que no acierte a calibrar la bondad de los recuerdos…
Era yo un señorito (aunque de eso me enterara más tarde). Los más éramos señoritos y todos casi niños. Así que nos entregábamos al juego. Eso incluía mear las paredes del otro colegio mayor. Siempre a media noche, por aquello de pillar al enemigo en pijama. Les llamábamos luisas (y probablemente cosas peores que ahora no alcanzo a recordar). Luisas porque aquel colegio mayor llevaba el nombre de Fray Luis de León. Ellos nos llamaban indios. Por aquel entonces no descubrí racismo alguno en que las luisas nos llamaran indios. Aunque mi colegio mayor llevaba el nombre de Hernán Cortés, y aunque entre los colegiales había un puñado de sudamericanos, la mayoría éramos españoles (cuando decir español era decirlo de cuantas generaciones uno tuviera noticia). Pero aún hoy tengo algo de indio. O, al menos, así entre nosotros, me gustaría seguir teniendo algo de indio. Y me acuerdo ahora de mi amigo Pedro, un mexicano de Monterrey, espigado y flaco, que llevada en el rostro los perfiles aguileños de Cuauhtémoc (o eso se me antojaba a mí). A lo de llamarles luisas hoy, alguno, le sacaría punta de género; entonces, a la luz de nuestros pocos años, aquello no era sino un grito de guerra en un juego de niños. A la luz de nuestros pocos años y también a la luz de aquellos años (que, probablemente, era una luz distinta a la que hoy nos alumbra).
Salíamos a medianoche, después de cenar, con el corazón alegre y las vejigas llenas. Cruzábamos lo que entonces era el barrio chino de Salamanca -tiene guasa que lo único que separara aquellos dos lustrosos colegios mayores fuera un barrio chino destartalado y triste- y, a una voz de mando, veinte o treinta zangolotinos meábamos a destajo las paredes de tan venerable institución entre aullidos. Y salíamos corriendo antes de que las luisas nos echaran agua desde las ventanas y antes también, por supuesto, de que salieran en número superior al nuestro y nos afearan a las bravas la ofensa.
Ya a salvo, solo quedada esperar a que, antes o después, nos devolvieran la visita. Los primeros días vigilábamos con cierta ansiedad, pero poco a poco iban decayendo los ánimos –recuerden que no es la constancia virtud propia de la juventud- así que, cuando aparecían las luisas, los indios, si no dormíamos, andábamos a otros juegos; para cuando salíamos tras ellos, sus sombras se perdían entre las casas de mala nota.
Y sí, éramos felices con estos y otros juegos. Y la amistad parecía no tener doblez y el tiempo no nos asustaba aún. No pensábamos mucho más allá. Ahora que acabo de terminar “La mano invisible” de Isaac Rosa, pienso ¿qué sería de aquellas paredes? Supongo que su limpieza quedaría al albur de las nubes. O quizá no. Quizá alguien tuvo que limpiar lo que nosotros, los señoritos de entonces, ensuciábamos…
No voy a ser yo el que abomine de aquello que nos enorgullecía. Léase por ejemplo “La Casa de la Troya” de Alejandro Pérez Lugín. Aquellas y otras como aquellas eran trapacerías propias de nuestros pocos años. Sin embargo, no recuerdo que, en las visitas nocturnas que rendíamos a las residencias femeninas, nunca nadie se atreviera utilizar palabras gruesas como putas o ninfómanas. Teníamos todos, o casi todos, un respeto reverencial por ellas, por nuestras compañeras. Claro que esto que les he contado sucedió antes de que yo cumpliera veinte años, cuando la educación, también la sexual, era otra muy distinta.
Maestro, la educación es la educación…magistral
Algo hemos hecho mal…
Yo fui indio pero, es verdad que nunca visité a las luisas, seguramente aunque fuera una niñatada, porque no me gustaba la idea. Pero sí es cierto, que el RESPETO y la EDUCACIÓN para con los colegios de chicas, era máximo, jamás nos hubiera pasado por la cabeza insulto alguno, muy al contrario, insisto, RESPETO absoluto.
Al fin ese es el tema, la sociedad que estamos creando y, li de ese colegio, tan soli es un reflejo de ello.
Y no hace falta ser feminista ni machista ni nada por el estilo, para tener RESPETO a todo el mundo.
Un saludo, compañero!
Fernando, permítete el tuteo, yo fuí luisa y tu artículo me ha emocionado por dos motivos: el primero porque me ha traído unos maravillosos recuerdos; el segundo por el fondo, porque algo tan primordial como el respeto veo con tristeza que se va convirtiendo cada día más en «rara avis».
Un cordial y respetuoso saludo de «una luisa».
Emoción compartida, Francisco. Creo que compartimos no solo la nostalgia por un tiempo ido sino por algo más… Un cordial y respetuoso saludo de “un indio”.
Querido Fernando, siempre estás ahí en el
Momento Justo y en el asunto de referencia
Yo también fui Colegial del Hernan Cortes y muy orgulloso. Me gustaría que mis nietos pudieran algún día tener esos mismos
Recuerdos mis hijos ya los tienen, ha sido una etapa inolvidable en nuestras vidas. Cada día vemos cómo se pierden unos y otros valores una lástima