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A LA INTEMPERIE

A LA INTEMPERIE

A LA INTEMPERIE

INMACULADA

02/09/2022 por Fernando Valbuena

Ya que me pedís relación, os contaré cuanto vi. Islote de Empel, a unas horas de la muerte. Vi la muerte revoloteando sobre los curtidos corazones. Vi cubiertos de barro nuestros pobres sayos de hierro. Vi crucificados a la escarcha y a la desesperanza a mis hermanos de armas. Vi a las ratas comernos las botas en cuanto el sueño nos vencía. Vi a mis conmilitones sufrir impávidos la mosquetería enemiga. Vi apagarse el fuego de los anafres y, al apagarse el fuego, encenderse la angustia. Vi el agua que todo lo empapa y el viento que azota crudelísimo las carnes húmedas. Vi la bandera cubierta de barro. Del día a la noche. Era mi compañía la compañía de barro. Del mismo barro con que Dios hizo al primer hombre. De vuelta al barro… Y en eso sentí un golpe recio en el ojo; llevé a él mi mano, la retiré ensangrentada y me puse a bien morir…

Al despertar vi, a mi lado, al alférez llorar. Nunca antes viera tal cosa. Cubierta de barro la bandera; mi alférez, en pie, sosteniéndola, lloraba. Reventados los diques, salvados de morir ahogados por tan solo un ardite; aguardábamos que la artillería de la escuadra calvinista pusiera fin a nuestros días mortales. En silencio. Sin relevo en la espera. Solo aquellas ratas innúmeras que matábamos a golpes de misericordia. Solo oscuridad; de día y de noche. La sangre siempre húmeda en mi ojo. Nada se seca en esa tierra. En pie solo por ellos, por los que, sin estar muertos, transitaban ya por los infiernos. La agonía presentida. Sitiados. La trinchera y la empalizada. ¡Las ratas que mal diablo confunda! Cinco mil condenados del Tercio Viejo y una sola voz de mando, la de nuestro Maestre de Campo, Francisco Arias de Bobadilla. Por su boca hablamos todos. ¡Ya hablaremos de capitular cuando hayamos muerto!

Mas en eso, cuando por refugiarse del fuego enemigo un piquero cavaba su propia sepultura, apareció aquella tabla de la Inmaculada. Para los más piadosos fue nuncio del bien. Mandó el Maestre que fray García de Santiesteban la llevara en procesión por el campamento. La cruz al frente, detrás pífanos y tambores. Las espadas, invertidas, en alto. Los capitanes arrodillados en el barro… y los muertos insepultos. Aquella inmaculada virgen niña, concebida sin culpa por la gracia de Dios Nuestro Señor, limpia de toda mancha, parecía ajena al zafarrancho; y nosotros, los que íbamos a morir, le cantábamos la Salve.

Mas la muerte aguardaba cierta. Confesamos y comulgamos como es costumbre en nuestros ejércitos antes de entrar en combate. En la hora suprema de ofrecer el pecho al destino adverso, conformados ya a mejor morada, sucedió lo que nunca antes había sucedido, ni habrá de suceder después. Llegó un viento extraño que, como por conjuro, heló las aguas del Mosa. Y, sobre ellas, roto el sitio, levantó el vuelo el águila de nuestra bandera. Y el alférez la alzó sobre el barro. Y la acarició el plomo. Y el águila llamó a sus aguiluchos a la degollina. ¡Sí, queremos!… contestó el Tercio.

No sé cuántos murieron bajo aquel cielo sombrío, solo sé que no nos faltó el auxilio divino para alcanzar tamaña victoria. No sé cuántos de los que hicieron de su vida milicia murieron allí. Ni los que murieron antes, ni los que morirán después. Solo sé que, si la muerte les alcanzó aquel día, en aquellas tierras inhóspitas, honrados de su patria murieron. Al vencer, volvió el águila a su bandera y la vizcaína, tinta en sangre, al cinto. Y mi alférez, gloria perpetua haya, cayó envuelto en sus pliegues cuando un último disparo de arcabuz le reventó la sesera. ¡Vive Dios que es la infantería española religión de hombres valientes! Sucedió el ocho de diciembre de 1585. Yo lo vi. No sé cuántos murieron, ni a dónde fueron. Solo Ella lo sabe. Laus Deo.

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