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A LA INTEMPERIE

A LA INTEMPERIE

A LA INTEMPERIE

EL HISPANO AZUL

26/08/2022 por Fernando Valbuena

La humedad, al amparo del odio, se le había mudado a los ojos. Estaba aún estremecida, casi vencida, pero no por eso dejaba de rumiar la más terca voluntad de revancha. En guardia los dientes, a dentelladas, bellísimos, bellísima ella también. Inmensa la pamela, perdida la mirada. Acerados los perfiles del rostro. Las cuatro y cuarto…, y nada. La última de la temporada. Los señoritos, las mantillas… Los topolino de tacón corrido hundiéndose con placer, una y otra vez, en las alfombras… y ella allí, más hembra que nunca, abandonada de sí misma. Ella, la que le dobló la voluntad al mejor de los toreros, allí, sentada, desesperada, como al final de una mala mano, tragándose su mala suerte.

La puerta giratoria vomitó dos caballeros de habano y sombrero de ala ancha; se acercaron al mostrador de recepción y preguntaron por dos entradas a su nombre. Tres muchachos de tafilete y guasa bromeaban en un rincón. Uno de los camareros le preguntó si deseaba tomar algo; ella le despachó con un gesto forzado y desabrido a partes iguales. Más allá, dos picadores, las monas tiesas, el castoreño en ristre. Un banderillero, azabache y grana, fumaba por matar el aguardo. Las gentes, excitadas, acechaban. Calor. Ella ya solo anhelaba venganza.

Una nubecilla de jovencitas alborotadas aguardaba al más joven de los matadores. Cuando apareció aletearon a su paso. Sus madres, a unos pocos metros, les reían la torpeza. Tenía el niño torero la misma edad que la miel que se le rendía, la sonrisa franca y cierta angustia en el semblante… Al verla tuvo miedo del mal fario. Ella le abrió los ojos como quien abre las fauces, y le notó la jindama. Una mueca le asomó en los labios. Demasiado joven, pensó… quizá diez años antes. Y se le escapó el pensamiento sin brida a los días del barrio. A la sordidez de su infancia. A la miseria del puerto. Al olor a vino y a humedad de aquel tercero. Al aire que le faltaba en el cuartucho. A una academia de canto y a un mal paso. Al primero de muchos. Luego todo fue rodar hasta que en Chicote se le cruzó un torero. Y creyó que su suerte había cambiado. Y perdió el miedo a los malos pasos. Y se quemó en la hoguera de su propia ambición.

Se abrió el ascensor. Apareció el que abría plaza, el más viejo de la terna. Los contratos menguados y el pelo cano. Viejo sin remedio. Al menos así se sentía. Le pesaba la tarde. Bajó los ojos, la alfombra que tantas veces había pisado, el hotel entero, se le antojó un lugar inhóspito. Por un momento pensó que tal vez fuera la última. Al pasar junto a ella la miró con una cascada de desprecio en la mirada. Ella, la que le bebió la sangre de mala manera, la que le abandonó a principios de temporada. Diez años de aquella pasión violenta y aún estaba allí para recordarle lo que había sido y ya no era. Ella, esta vez sí, como pidiendo piedad, hizo por saludarle. El torero, abiertas las heridas, le despachó un gesto de desprecio antes de volverle la espalda y salir, puertas giratorias adelante, al contraluz, con la cuadrilla y la pena a cuestas.

En ese mismo momento entró un hombre alto, fuerte; el traje algo ajado, el pañuelo blanco asomando levemente en el bolsillo de la chaqueta, el sombrero de fieltro negro, negra la corbata que le colgaba. Catafalco y luto. De un vistazo la buscó y la encontró. Por un momento dudó. Un paso al frente. Se detuvo. Otra vez la duda, otra vez un paso al frente. Se tentó, bajo la chaqueta, la muerte del nueve largo. Fue entonces cuando ella reparó en él. Cruzaron las miradas y a los dos se les heló el alma.

Ella se recordó en el Hispano azul haciendo el amor. Las ropas destartaladas, las medias rotas. El calor del plomo fundido, la carne sudada y los trigales dorados por San Juan. El pelo vuelto como una ola sobre la frente y aquellas manos enormes apretándola contra él, como cuando se sujeta el estoque. Dentro y fuera, hasta que la muerte nos sea dulce. Y al recordarlo tembló, tuvo frío, acarició la piel del abrigo que, echado sobre sus hombros, la cubría. Y lloró por primera y única vez.

“Por favor, acompáñeme”, le dijo el tipo del sombrero de fieltro negro. Ella, como quien oye una sentencia, se puso en pie, aseguró el abrigo sobre los hombros desnudos y se entregó a su destino. Y de la desdicha hizo un capote de paseo. El último. El botones la despidió con la misma pompa con que un archiduque hubiera despedido a María Antonieta camino de la guillotina.

El mozo de espadas se aseguró de ver partir el auto antes de volver a por su torero. Entonces sí. Entonces salió el que faltaba. Grana y oro salió de su escondite, en majestad, ante el revuelo de los aficionados que le tendían la mano al paso. Mecánicamente fue respondiendo a los parabienes. Hoy era su tarde. Estaba en la gloria del toreo. Fuera le esperaba un Hispano de color azul. Camino de la plaza no pudo quitársela del pensamiento. Y la recordó allí, abierta, partida en dos, seductora, lujuriosa, venenosa… Juntos, allí, en el Hispano. Y su mano enorme acarició la piel de los asientos. “¡Estamos o no estamos, coño!”, le espetó con furia su apoderado… pero ni por esas pudo quitarse de la cabeza lo que ella le acababa de escribir en el espejo del baño. Todo el calor que en el mundo ha sido se le metió en las venas. “¡Ojalá te mate un toro!” escrito con carmín. Para los restos. Ella, que tanto le mintió. Ella, que le birló la esperanza de ser un hombre honrado. Inclinó la cabeza y quiso oír los disparos. “¡Ojalá te mate un toro!”, escrito a fuego y plomo.

Dos días después encontraron el cadáver de una joven, bella, bien vestida, muñequita linda, con tres tiros tres en la barriga, desangrada al pie de los trigales en sementera. Calor y bichos. Mucho calor para ser otoño. El juez dio por terminado el trámite y se despidió del tipo del sombrero de fieltro negro. Nadie reclamó nunca el cadáver.

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Comments

  1. Carlos says

    17/09/2022 at 10:16

    Artículo trágico y sublime a un tiempo.

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  2. Israel says

    17/09/2022 at 14:53

    Un placer leerte!

    Responder

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